Todo docente recuerda con ilusión su primera clase: los nervios, la concienzuda preparación, las ganas de captar la atención de los alumnos e ilusionarles por el aprendizaje, esas mariposas en el estómago… el comienzo de la carrera docente es un torbellino de emociones que sirve de combustible a nuestra vocación. Tiene también ese puntito de inseguridad, de miedo a que la clase sea demasiado corta o demasiado larga,
que lleva a uno a esforzarse al máximo en la preparación.
El final de la vida laboral de un docente, por su parte, está lleno de aprendizajes propios y ajenos, desapegado de las cuitas propias de la juventud, seguro de sí mismo y con un ojo clínico que solo la experiencia puede otorgar. El docente próximo a la jubilación es un Maestro sereno que disfruta de los últimos sorbos de este magnífico elixir.
Enseñar es un acto formidable de entrega capaz de transformar el mundo; una acción sobre el presente que afecta al futuro pero, sobretodo, es una acción en gerundio, un hoy constante.
Es por ello que la forma más genuina de vivir nuestra profesión es vivir cada instante como si fuera el único, por muy “Mr Wonderful” que pueda sonar esto. Cada clase, cada relación con cada alumno es única e irrepetible, y capaz de transformarlo todo. No sabemos qué alumno de los que pasan por nuestras aulas será el próximo Einstein u Ortega y Gasset, quien una nueva Madona o un maravilloso padre o madre de familia.
De ahí que vivir cada clase como si fuera la primera y la última nos ayudará a educar a nuestro alumnos con plena conciencia de la responsabilidad que tenemos entre nuestras manos.
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