Todos los años llega un día en que el último timbre hace vibrar los tímpanos de todos los que formamos el ecosistema de un colegio. Los gritos de los niños auguran el final de las clases y el comienzo del aprendizaje fuera del aula ordinaria. Resuena unánimemente el alborozo por la llegada del descanso estival.
Los libros y libretas olvidadas, los estuches y flautas que se amontonan en las estanterías, la tiza en suspensión que va manchando los pupitres, los murales que se quedan desnudos de miradas clareando sus vívidos colores, Las programaciones a medio terminar y aquellas que nunca se empezaron, los proyectos inacabados y aquellos que llegaron a buen puerto.
Hay veces en que unos despistados ojos lo recorren todo con emociones encontradas, anhelando como sus alumnos y compañeros el comienzo de las vacaciones y echando ya de menos las risas, las preguntas, las explicaciones improvisadas, la curiosidad sin límite de sus alumnos.
Llega un día en que el flujo de conocimiento y de aprendizajes que se da en las aulas se detiene abruptamente dando paso a un silencio ensordecedor.
Los patios se quedan entonces vacíos de riñas y de reconciliaciones, de nuevas amistades y decepciones, de pelotas que ya no chocan contra ningún pobre despistado. Los mismos recreos que se quedan sin profesores que los vigilen mientras dan frugales bocados a un almuerzo eternamente a medio empezar.
Los exámenes con sus tachones y sus notas permanecen aletargados esperando el momento de ser destruidos. Nadie diría que un insignificante trozo de papel alguna vez significara tanto para alguien y despertara tantas y tan intensas emociones.
Las salas de reuniones permanecen también enclaustradas en un silencio monástico, sin chismes y chismorreos, sin quejas ante la inacción de las administraciones ni de las cargas burocráticas que nos abruman, sin discusiones pedagógicas y profanas, sin el olor al café a medio tomar que una sustitución dejó sobre la mesa, sin la risas socarronas y las furtivas ni las miradas cómplices de quienes se sienten comprendidos por sus compinches en las trincheras de las pizarras.
Llega un momento en todo curso lectivo en que los colegios se vacían de vida y permanecen inertes, carentes de toda emoción.
Llega un momento en todo curso, después del último timbre, cuando hasta los profes abandonan las aulas y los pasillos, en que uno es capaz de entrever la vida que se desarrolla dentro de sus muros la misma que el ruido de la rutina no nos deja apreciar durante el resto del año.
Puestos así, de bruces contra la realidad, se entiende lo importante que es para todos los que formamos parte del universo que se desarrolla alrededor de un colegio el poder mirarnos a los ojos sin pantallas de por medio, sentirnos acompañados, acogidos y mirados por el otro, saber que somos para alguien.
El último timbre suena y su eco reverbera entre las paredes vacías de un colegio que anhela la vuelta de los niños que le dan vida.
Pablo J. Díaz Tenza
コメント