¿Has observado alguna vez el cielo? ¿Te has quedado alguna vez absorto observando las nubes sin pensar en nada más? ¿Te has sentido prendado por algo de lo que no podías apartar la vista?
Eso se llama admiración.
La admiración es contemplar sin juzgar, sin intentar cambiar nada, sin emitir juicio de valor alguno; simplemente observar y abrir el alma a la contemplación de algo que resulta atrayente a la mirada. La sonrisa de un recién nacido, un bosque denso en calma, un amanecer, el sosiego profundo y denso de un lago, la majestuosidad de una imponente montaña o la insondable y honda fuerza del océano. Son cosas que producen una profunda admiración y que, de alguna forma, elevan a la persona a un nivel de calma y conexión difícilmente alcanzable por otros medios.
Hay personas que pueden sentir admiración por cosas que para otros pasan desapercibidas, hay quienes tienen una sensibilidad especial que les hace capaces de sentir admiración muy fácilmente mientras otros necesitan que se den unas condiciones especiales para entrar en ese estado de contemplación. Sea como fuere, la admiración es una forma de entendimiento muy cercana a la intuición, pues nos hace conectar con el objeto o persona admirada de forma inconsciente. Nadie dañaría algo que admira. En muchas ocasiones el célebre Einstein afirmó que la intuición es una forma de conocimiento sublime, "un don sagrado" la llamaba, y decía que solo las personas inteligentes escuchan esos sentimientos provenientes de la intuición. La intuición es "un saber que llega sin saber cómo lo sabes".
Por su parte, la admiración es observar algo con los ojos del corazón.
Mira las nubes, vienen y van, se transforman, aparecen y desaparecen y nosotros sólo las observamos. No nos cambian. Tampoco nadie intentaría en su sano juicio influir sobre ellas, cambiar su forma o su dirección.
Nosotros, los maestros, deberíamos aprender a mirar así a nuestros alumnos. Aprender a mirar a cada niño con los ojos del corazón, aprender a admirar a nuestros alumnos.
Tener la capacidad de ver más allá de la superficie, observar y contemplar la realidad sin juzgarla, sin tratar de cambiarla, sin que tampoco nos cambie a nosotros es, como decía Einstein, un don sagrado, pero también una habilidad que, con tesón, puede llegar a desarrollarse. Es tan fácil, y a la vez trabajoso, como aprender a mirar a los ojos a nuestros alumnos. Dejar de verlos como un nombre y un apellido y observar detenidamente el brillo de sus ojos al ilusionarse, la frustración en sus cejas cuando algo les sale mal o sus miradas perdidas al aburrirse.
Para admirar, primero hay que ver y muchas veces el libro que tenemos delante nos impide ver a los niños que hay detrás.
Pero, cuando un niño, como cualquier persona, se siente mirado y admirado, no hay problema lo suficientemente grande como para no ser enfrentado ni dificultad alguna que no pueda superarse.
Admirar nos enseña a mirar hacia adentro con serenidad y a relacionarnos con el exterior honestamente, nos ayuda a respetar a los demás y a nosotros mismos como criaturas únicas y maravillosas. La admiración es una poderosa arma con que contamos los profesores para cambiar el mundo. Porque un niño que se ha sentido admirado, aprenderá a admirar a otros y, con ello, desarrollará una visión más profunda e intensa del mundo que le rodea.
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