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Foto del escritorPablo Díaz

La ilusión docente


El final de curso suele ser un momento duro para los docentes: el nerviosismo de los alumnos por el final de curso, la corrección de exámenes, medias imposibles, el difícil equilibrio entre la ecuanimidad, la justicia y la moral de nuestros alumnos, la presión de los padres, la revisión de programaciones, memorias, informes y despedidas... emociones intensísimas tienen lugar mientras el reloj sigue marcando las horas sin remedio.


Son momentos de nervios que pueden hacernos perder la perspectiva de nuestra misión esencial: la de educar.


Hay quienes, llegados estos tiempos, pueden sentir que su labor no tiene sentido y que la carga burocrática es un inmenso monstruo que engulle todo a su paso. En esta ocasión, son los “papeles quienes no nos dejan ver el bosque”.


En los últimos años, hemos aprendido mucho de la neurodidáctica; el estudio del cerebro humano, de sus interconexiones neuronales y el funcionamiento de la química cerebral nos dan una fotografía clara y concisa de cómo funciona el cerebro humano y, por ende, el aprendizaje. Una de las premisas más esclarecedoras es la de la conexión entre emoción y aprendizaje. Autores como Francisco Mora nos enseñan que el cerebro necesita emocionarse para aprender. La emoción es una llave que abre la puerta de las funciones cognitivas más importantes. No se trata de fomentar las emociones sino de despertar la curiosidad que trae consigo la “atención despierta, sostenida y consciente”.


Pero, ¿qué hay de la enseñanza? Enseñar y aprender son dos caras de una misma moneda, por lo que podíamos concluir que para enseñar es necesario emocionarse. Enseñamos no solo con nuestras palabras sino con nuestro corazón: el alumno percibe nuestras emociones, nuestra ilusión o falta de ella por aquello que enseñamos. No se puede encender una vela con un cubito de hielo.


De un corazón frío y oxidado no se puede extraer emoción alguna, ¿como vamos a ilusionar a nuestros alumnos, a atraer la atención sobre el objeto de aprendizaje si nuestras emociones muestran un cardiograma plano?


Tan importante es la emoción del aprendiz como la del docente.


Pero, ¿de dónde viene esa emoción? ¿Cuál es el origen, la clave para emocionarnos cuando nos enfrentamos a un aula llena, a un nuevo aprendizaje? Existen diversas fuentes de las que puede brotar este catalizador.


La vocación que sentimos muchos docentes por nuestra labor hace que nuestra acción cobre un sentido mucho más pleno y profundo que el del oficio que desempeñamos.


La pasión por un área de conocimiento también puede ser una fuente inagotable de emoción. Aquel que ama las matemáticas las enseñará con una pasión que no pasa desapercibida para los alumnos.


La ilusión por ayudar de aquellos docentes que sienten que su labor puede aportar enormes beneficios a la vida de los miles de alumnos que pasan por sus clases.


Sea cual sea el motivo que nos mueve a dedicarnos a esta humilde y maravillosa profesión, puede llegar un momento en que la pasión, la ilusión, la vocación o la responsabilidad por hacer las cosas bien se vean arrolladas por un torrente de burocracia que merme cualquier resquicio de emoción.


Resulta entonces más necesario que nunca detenernos y dirigir la mirada hacia nuestros valores, aquellos que sustentan nuestra vida, esos que sostienen nuestras decisiones más importantes y configuran nuestra identidad, esos valores que nos empujaron a dedicar toda nuestra vida a la construcción del mañana a través de la educación de nuestros niños y jóvenes.


Porque la emoción también surge de una decisión consciente y firme, de una opción de vida, de una apuesta vital por el desarrollo humano.


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