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Encomio del aburrimiento


6:30 de la tarde de un día cualquiera de la década de los 90. La rodillas encarnadas, las manos sucias de tierra, un descampado lleno de piedras como campo de batalla, una ramita seca por arma y un reloj que marca las horas sin prisa. Hace rato dejamos el colegio, los deberes en la mochila y un “me voy a jugar” por despedida.


La PlayStation aguarda paciente en mi casa sabiendo que hasta el fin de semana no llega su turno, mis dedos acarician la ramita conscientes de que llegará el día en que puedan acariciar esos botones, pero ahora no, ahora no es momento de videojuegos, tampoco de ir a los recreativos con los amigos, el batallón del ejército contrario está ganando posiciones y, si no estamos atentos, perderemos la batalla y, con ella, esta guerra tantas veces librada.



Una granada cae sobre mis pies, Soy consciente de que apenas tengo unos segundos para cogerla del suelo y devolvérsela a mi enemigo. Sin dudarlo, con la pericia que sólo otorga la experiencia de las guerras libradas, cojo la piña rugosa entre mis manos y, sin pensármelo dos veces, la lanzo contra mi atacante, pero ese no era mi día y la suerte, o mi falta de puntería, quiso que el artefacto viniera a dar contra la espalda de mi aliado que cae al suelo desvanecido.

Todo está perdido: armado con palos y piñas, el ejército rival avanza lanzando alaridos de Victoria. En unos segundos estoy rodeado de palos enemigos que me apuntan amenazantes. Es indiscutible, han ganado la guerra.

Alguno de ellos comienza una estrambótica danza para celebrar el triunfo, otros terminan los últimos trozos de su bocadillo de mortadela y, algún otro, el más responsable, tira sus armas descuidadamente y se va corriendo al grito de “Me voy, que es tarde”.


Ninguno llevamos reloj, ni que decir de móviles, en nuestras casas solo hay un aparatoso artefacto que sirve para realizar y recibir llamadas. Nadie consulta la hora, nos guiamos por la luz del sol y las ganas de cenar.

Otros pocos deciden marcharse siguiendo el ejemplo de los más responsables, el resto nos quedamos a buscar lombrices de tierra.


No hay mucha despedida, ni si quiera quedamos para el próximo día. Todos sabemos que al día siguiente alguno de nosotros estará por allí, en el campo de batalla, o terreno lunar inexplorado, o campo de fútbol improvisado o ... ¿quién sabe?

El tiempo sigue corriendo lenta pero inexorablemente y, finalmente, llego tarde a casa. Como era de esperar, estoy castigado; las equis, y y demás botones tendrán que esperar una semana para ser acariciados por mis dedos. Seguramente me acabaré aburriendo pero, quién sabe cuántas otras aventuras saldrán a mi encuentro.


Soy un millennial y esto quiere decir que la mayor parte de mi infancia transcurrió sin dispositivos móviles, sin ordenadores ni actividades extraescolares. Me aburrí en multitud de ocasiones y este aburrimiento fue, precisamente, cuna y origen de extraordinarias aventuras.

Vivimos en la cultura del entretenimiento.

Avasallamos a los niños con incontables juguetes que acaban durmiendo el sueño de los justos... No llegan si quiera a cruzar la barrera de su asombro puesto que, en seguida, un nuevo y mejor juguete releva al anterior.

Los niños de esta generación, los Alpha, los nativos digitales puros, crecen en una infancia-espectáculo; las niñas y niños son bombardeados con una publicidad dirigida a que sean ellos quienes influyan en las compras familiares, aparcamos a los pequeños en YouTube para que nos dejen tranquilos mientras enlazan un vídeo tras otro... consentimos que jueguen online durante horas a juegos bélicos que condicionan su hablar, sus conversaciones, la música que escuchan... regalamos móviles para la primera comunión sin enseñarles a utilizarlo... La consecuencia es que la pantalla individual ha sustituido a la televisión vista en familia y al propio aburrimiento.


Incluso convertimos nuestras clases en extensiones de este mundo ávido de espectáculo. Y, cada vez, hay menos rodillas peladas y más dedos atrofiados.


No es necesario agendificar la vida de nuestros hijos, ni ocupar cada minuto de su tiempo como si fueran ejecutivos.

Quizá resulta políticamente incorrecto en el mundo en que vivimos pero, queridos padres, dejemos a los niños aburrirse.
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